La cineasta Marian Masoliver y Simon Edwards han viajado a Colombia para documentar el alcance del Programa de Educación para la Paz (PEP) en los excombatientes, las víctimas y en otros grupos tras una guerra de cinco décadas que está llegando a su fin. En este, su tercer blog, reflexiona sobre sus vivencias. Puede leer la 1ª parte y la 2ª parte.
Lo primero que vi al mirar por la ventana, cuando llegué a Colombia, fue un gran pájaro azul picoteando la hierba y mirándome. Feliz día. Los colombianos son abiertos, amables y siempre están dispuestos a ayudar; y parece como si la luz y el tiempo morasen en su mirada. El colorido y la alegría fue lo que más me impresionó al llegar a ese maravilloso país.
No soy experta en la guerra colombiana, pero he sido testigo de que todos están cansados del conflicto tan largo, inhumano e inútil que han sufrido.
Las víctimas quieren paz, los guerrilleros quieren paz, los comandantes de las FARC quieren paz, los exparamilitares quieren paz. Y cuando todos se unen y comparten el mismo entendimiento, no hay vuelta atrás. «El proceso de paz es como una bicicleta, no tiene marcha atrás», nos dijo un Alto Comisionado para la Paz en un campamento donde miembros de las FARC, el grupo rebelde más numeroso, empiezan a desmovilizarse.
Estuvimos dos meses en la ciudad de Medellín filmando el documental, mientras el conflicto armado más largo de los últimos tiempos se acerca a su fin. Estuvimos con un grupo de cinco víctimas y excombatientes mientras asistían a los talleres del programa educativo y fuimos testigos de su transformación.
En la primera entrevista, nos contaron sus trágicas historias impulsados por la necesidad de hablar, y de ser escuchados. Nunca había escuchado algo parecido:
«Me secuestraron a los 13 años y me obligaron a formar parte de un grupo armado. No tuve ocasión de escaparme hasta 14 años después».
«Me abandonaron cuando tenía siete años y a esa edad me vi obligado a trabajar muchas horas al día. A los 15 me uní a un grupo armado».
«De adolescente recorrí el país en busca de oro para poder sobrevivir».
«Me vi obligado a abandonar mi hogar y mi familia por amenazas de muerte, y a cruzar a pie el país para poder sobrevivir».
«Tuve que elegir entre un grupo armado u otro cuando tenía 11 años. No había otra opción».
Cada historia podría convertirse en una novela o una película. Y cuanto más escuchamos, más nos dimos cuenta de que esas historias eran «habituales» para demasiadas personas en Colombia.
Nuestros nuevos amigos asistían al programa educativo mientras estudiaban en el Centro de Educación para la Paz y la Reconciliación (CEPAR). Muchos habían aprendido a leer y escribir apenas uno o dos años antes porque de niños no pudieron estudiar.
Cuando les preguntamos «¿cómo te está ayudando el PEP?», sus respuestas fueron:
«Tengo las cosas más claras, ya no tengo dudas y he dejado de consumir drogas», dice uno de ellos.
«Me ha ayudado a pensar antes de hacer algo», responde otro cuya hermana fue asesinada mientras él asistía al programa. «Mi primera reacción fue vengarme, pero recordé lo que dice Prem Rawat, piensa antes de hacer algo, sé consciente, y decidí no ir a buscar al asesino».
«Enhorabuena Prem Rawat, si tuviera la oportunidad, me gustaría llevar este mensaje al mundo entero», afirma un excombatiente tras 17 años en las FARC.
Hemos sido testigos del gran potencial de las palabras de Prem Rawat. De alguna manera, incluso en las circunstancias más difíciles, aterrizan en los corazones de los seres humanos y despiertan algo hermoso, pequeño, frágil, pero poderoso. Y la esperanza comienza a bailar en sus ojos.
Las personas que hemos conocido nos han enseñado la capacidad del ser humano para superar la tragedia y seguir adelante y prosperar. Y ahora es su momento para no sólo sobrevivir, sino para prosperar. Esas personas se han convertido en esperanza y semillas de paz en Colombia. Les ha llegado el momento de florecer.
Nota del editor: La Fundación Prem Rawat no está vinculada con el proceso político de paz o con las negociaciones en Colombia.











