Liam Ryan dirige un estudio de arquitectura en el centro de Irlanda, espera ilusionado la presentación de su primer libro de poesía para la primavera de 2015 y, desde 2014, es voluntario del Programa de Educación para la Paz (PEP) en la prisión de alta seguridad de Portlaoise, que se encuentra cerca de su domicilio. Desde entonces, ¡su hándicap en el golf se ha resentido!
La pesada puerta de metal de la prisión se desliza hasta cerrarse dando un golpe seco. ¡Y soy libre! Libre del veranito de San Juan que se va diluyendo en un invierno sombrío; libre de semáforos ridículamente lentos, libre del derrumbamiento económico y del incesante pitido del smartphone. Excluido, liberándome, permitiéndome escapar. Estamos dentro; la puerta se cierra con un sonido estremecedor.
Es una nueva semana en el Programa de Educación para la Paz. La semana número diez, la última de los talleres que estamos llevando a cabo actualmente. Me acompaña mi amigo John y nos adentramos en la prisión para coordinar la clase.
Estamos en la región central de Irlanda. Aquí comenzó el PEP en enero de 2014, con la asistencia de dos personas. En la segunda sesión el numero aumentó, y durante esta tercera etapa la asistencia ha fluctuado, alcanzando un punto máximo de 28 internos antes de estabilizarse en una asistencia regular de 15 participantes.
Esperamos unos cuantos minutos hasta que llega Eddie, un funcionario de la prisión muy servicial, para acompañarnos mientras pasamos el control de seguridad y atravesamos el recinto. Es una cárcel de alta seguridad construida en los años treinta del siglo XIX, con altos muros de piedra circundados por un resplandeciente alambre de púas. Uno se pone nervioso al ver a los soldados patrullando por encima de los parapetos mientras traspasamos las doce puertas y portones que existen hasta llegar al aula.
Una vez que hemos colocado entre 16 y 20 sillas e instalado el sistema audiovisual, la décima semana está a punto para comenzar.
Los internos deambulan en grupitos de dos o de tres y se saludan, se dan la mano, charlan y bromean. Ahora los conocemos. Dos de los chicos están acabando su segundo curso del PEP, algunos puede que hayan venido por su certificado de participación, que podría ayudarles con la remisión de la pena o para solicitar el régimen abierto. La mayoría cumplen penas largas de cinco o más años y otros de por vida.
Paso lista y así me voy quedando con sus nombres; le tomo el pelo al chico que lleva la camiseta del Manchester United; el que lleva la de mi propio equipo está deseando que comentemos la última final. Le hablo a otro joven de los paseos por la maravillosa playa de Curracloe, que está cerca de su casa y le pregunto si le gustaría hablar del lugar. Por supuesto, está encantado de charlar sobre las distintas rutas y paseos que se pueden hacer por los alrededores de su casa.
John reclama la atención y la música de introducción serena el ambiente. Me siento en una silla entre ellos; yo no soy diferente, necesito escuchar. Prem Rawat habla de la satisfacción con fuerza y claridad y también con humor. Los asistentes están escuchando concentrados. Hay un gran silencio, todo está tranquilo en la sala. Solo se oye la voz de Prem Rawat bromeando, riendo pero totalmente en serio. Una pareja de jóvenes se empujan, se dan codazos y se ríen un momento, pero enseguida vuelven a estar atentos. Todos vamos sumergiéndonos en su corriente y nos dejamos llevar.
Los internos hacen algunos comentarios breves durante la reflexión. Martín, uno de los chicos, comenta: «Es muy impactante, muy cercano y disfrutable. Uno tiene que sintonizar y prestar atención a lo que Prem Rawat dice».
Después todo termina muy pronto. Hablamos unos minutos antes de que salgan fuera para hacer alguna llamada telefónica o vuelvan a sus celdas y somos escoltados hacia la salida a través de las 12 puertas. Puestos en libertad en la fría noche de Portlaoise, pero con cargos.











